( á. a. rodríguez)
Hace casi siete décadas, cuando Jorge Oteiza (1908-2003) presentó su proyecto para la basílica de Arantzazu y poco después fue premiados en la Bienal de São Paulo (1957), el artista vasco aludía a la escultura como disciplina ideal para «pensar visualmente». La definía como «lógica pura» donde las formas «están, mientras yo soy». Ser y estar, santo y seña de su legado, que periódicamente se repasa en su museo monográfico de Alzuza (Navarra) a través de exposiciones que alternan el trabajo sobre hierro y acero con otros materiales más dúctiles, en diversas escalas.
El recuerdo de Oteiza flota sobre los trabajos del asturiano Francisco Redondo, que ayer presentó una exposición individual en la galería Amaga. La característica principal de las 15 piezas que presenta en Avilés, todas de ellas obra gráfica, está en el uso doble del papel como plancha y estampa, jugando con la idea de volumen sobre el propio plano. «Llegué, sin pretenderlo, a ciertas conclusiones que algunos artistas ya habían llegado», dice. Esta inteligente «tridimensionalización del plano» que propone Redondo rinde tributo póstumo a aquellas «desocupaciones», que marcaron un antes y un después en el siglo XX de la mano de Oteiza, para quien una obra es también una inteligente y sensible organización del espacio que debe albergar «magia».
Magia, y misterio, habitan las composiciones de Redondo, cuyos espacios ‘ocupados’ se abren para lograr espacios libres. Analiza los vacíos frente a las formas, dejando que los huecos del interior y los alrededores irrumpan sutilmente. Parte de una matriz digital, corta o troquela el papel en un plotter de corte horizontal, pliega el papel y aplica el color, utilizando los huecos troquelados como plantillas mediante rodillos con tinta serigráfica. Su metodología es similar a la siembra en la tierra; aquí la semilla germina mediante pliegues y coloraciones sobre el blanco, pasando del punto a la línea y, de ahí, a la tercera dimensión.
Experimentaciones sobre la materia, la expresividad y el papel, posibles relecturas de otros maestros como Malevich, Mondrian o Kandinsky, que en las vanguardias históricas ya habían puesto en práctica un proceso de vaciamiento de cuerpos geométricos simples a partir de múltiples ensayos realizados en pequeños modelos ordenados en grupos, «familias experimentales» o series. Aquí, sin embargo, esa estética «objetiva» no lo es tanto, y la posible frialdad del conjunto expuesto cede paso frente a un cálido tratamiento textural, presente en la estampa y sus gamas cromáticas, que diluyen cualquier práctica empírica a favor de esa «magia», ese poder cautivador de las imágenes.
Redondo mantiene un pulso cotidiano entre la creación artística libre, subjetiva y vital, y su trabajo en otros ámbitos sociales donde la vida fluye y nada permanece. Sabe que las cosas no deben ser mera imposición dogmática o intelectual, y apuesta por ese ‘algo más’ impredecible. Más allá de los homenajes y de su respeto a la historia, son retazos de cotidianeidad, de lógica pura y sin remilgos, que merece la pena descubir.